3.11.10

DE NUEVO EN LA CAMA



Fragmento extraído de la novela
Teleny de Óscar Wilde

Su mirada me escudriñaba, con avidez por todo el cuerpo, parecía hundirse en mi cerebro, haciéndome perder a noción de las cosas, atravesaban corazón, latigaba mi sangre, que corría cada vez más ardiente por mis arterias y aceleraba su fluido en mis vena, mientras mis príapo erguía su cabeza, tan hinchada y tensa que sus venas iban estallar. Pase sus manos por todo mi cuerpo, luego le tocó el turno a los labios que cubrieron de besos mi pecho, mis brazos, mis piernas, mis muslos. Cuando llegó arriba, apoyó con arrobo su rostro sobre el espeso y abundante vellón que sombreaba mi pubis. Se estremeció de placer al sentir que los pelos le cosquilleaban las mejillas y el cuello. Apoyándose entonces del falo, apoyó en le sus labios. El contacto le sacó de quicio, el glande primeo y luego todo el miembro desaparecieron de su boca. Mientras, yo había cogido su cabeza y temblaba de delicia. La sensación era tan aguda que estaba volviéndome loco. La columna, vibrante estaba en su boca, la cabeza pegada al paladar, cosquilleaba por su lengua acariciada a base de pequeños golpecitos. Me sentía chupado, mordisqueado, mordido. El goce se volvía demasiado fuerte, me mataba, de haber durado un instante más habría perdido el conocimiento. Ante mis ojos pasaban relámpagos, un torrente encendido atravesaba mi cuerpo. Veloces temblores me recorrían de la cabeza a los pies. Mis nervios se torcían, yo me retorcía, tenía convulsiones. De pronto una de las manos que acariciaban mis testículos se deslizó por debajo de las nalgas y un dedo penetró en el ano. Me pareció que era un hombre por delante y una mujer por detrás. Mi cuerpo se licuaba, la ardiente leche de la vida ascendió como una savia d fuego mientras mi sangre en ebullición, llegando al cerebro me arrastraba ala delirio. Ya no podía más, me desmayé de placer y caí sobre su cuerpo como una masa inerte. Pocos minutos después recobré el conocimiento. Las caricias que acababa de recibir no habían hecho más que aumentar mi ardor por eso, después de habernos acariciado y de rodar por la alfombra entrelazados, confundidos, frotándonos, retorciéndonos como dos gatos en celo. Mis labios ardían de placer en su falo, aquel dios sin alas el glande era grueso y redondo, aunque algo aplastado, fruto de carne y sangre semejante a un melocotón, era pulposo sabroso y apetitoso.

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