7.6.10

EL JOVEN HITLERIANO


Fragmento extraído de la novela
Pompas fúnebres de Jean Genet


Eric sonreía. Estaba pálido pese a cierta reminiscencia de un tono dorado. Cuando se esforzaba por atender, las aletas de la nariz se le apretaban y se le ponían blancas. Sin llegar a pensar que debía de tener un carácter irascible, sentí yo frente a él ese apuro que se tiene ante un hombre en quien está a punto de hacer presa la rabia. Había sido, desde luego, el amante del verdugo de Berlín. Tenía el rostro, no obstante velado por una especie de vergüenza frente a mí, y esa vergüenza había de inducirme a imaginármelo en una postura de la que ya hablaré. Iba de paisano. Lo primero que le vi fue el formidable cuello, que le asomaba por una camisa azul, y los remangados brazos musculosos. Tenía las manos pesadas y firmes y se comía las uñas. Me sorprendió mucho oír que me hablaba una voz tan suave, casi humilde. El timbre era tan ronco como el de las voces prusianas, pero lo ablandaba una especie de ternura cuando en su interior percibí ayo algo asó como notas agudas cuyas vibraciones intentaba velar.

Eric tenía dieciocho años, joven hitleriano de guardia en el jardín, donde estaba sentado al pie de un árbol. Como en el fondillo de los pantalones de montar (se estaba preparando para ser artillero) llevaba un refuerzo de cuero, no podía afectarlo la humedad del césped. Miraba fijamente la hierba. Un hombre caminaba por el césped, sin echar cuenta de los pasos. Era un cachas. Llevaba las manos en los bolsillos. Tenía aspecto macizo, y sin embargo, liviano, pues no se concretaban ninguno de sus ángulos. Se parecía a un sauce en marcha, cada uno de sus pequeños muñones aligera y difumina un penacho de ramos jóvenes. Llevaba revólver. Una fuerza me impidió levantarme. El hombre estaba ya muy cerca. Era estrecho de frente y tenía la nariz y toda la cara chatas, pero de músculos prietos, cincelados. Representaba unos treinta y cinco años. Tenía pinta de bruto.

Del bolsillo del pantalón se sacó un cigarrillo y me lo tendió. Me quité los guantes, lo cogí y me levanté para encenderlo con el suyo. No parecí más fuerte de pie que sentado. la mole de aquel tipo bastaba para aplastarme. Intuía, bajo su ropa, bajo su camisa entreabierta, una musculatura formidable. A pesar de su mole y de su forma, la niebla lo aligeraba, resultaban borrosos sus contornos. Se podía pensar también que los vapores de la madrugada eran la emanación regular de un cuerpo extraordinariamente potente, con toda la fuerza de una vida tan ardiente que su combustión despedía, por todos los poros, ese inmóvil, denso, y sin embargo luminoso humo blanco. Estaba atrapado. No me atreví a mirarlo. En el triángulo de la camisa abierta, en medio de una mata de pelo que permitía intuir una vellosidad repartida por doquier, vi bien abrigada, una medallita de oro, agazapada en esa lana que olía a sobaco, como un niño Jesús de escayola entre la paja y el heno, aturdido por el olor de las boñigas y el aliento de la mula y el buey. Me estremecí.

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