Fragmento extraído de la novela
La estrella de la guarda de Alan Hollinghurst
El tono de Luc era muy cauto, le dejaba espacio para echarse atrás si este primer signo de amistad era rechazado. Contemplé el largo, transparente milagro de su rostro, la masa ondulada de sus cabellos, sus pestañas aún lastradas por el sueño, aquel labio brutalmente vulnerable. Era semejante a la obra amanerada y pretenciosa de un artista que esculpiera el alabastro como si fuera miel solidificada y cristalina. Las arrugas del sueño, un vestigio de pelusa de la toalla del baño sobre una mejilla que aún no se afeita a diario. “Te amo” Bajó los ojos hacia el cuaderno de ejercicios y alineó en el margen superior sus tres rotuladores, azul, rojo y negro. Disparé otra salva de silenciosos “Te amo” para lo que me bastaron dos o tres segundos. No quería que me tomase por un solitario maniático. Me latía más fuerte el corazón y tenía el labio superior seco, encrespado y casi pegado a los dientes, con la boca abierta por la tensión. Me sentía muy acalorado. Estábamos de nuevo en el comedor, pero no el uno delante del otro como en nuestro primer encuentro, que había sido una especie de entrevista bancaria para hablar de un descubierto, sino haciendo ángulo en una esquina de la mesa. Supuse que nuestras piernas se tocarían, con el imperceptible columpio de una pantorrilla n caballete que roza el gemelo de la otra, si al final de la clase separábamos las sillas de la mesa y nos poníamos a charlar. Casi no me había dado cuenta de ello, pero tenía la luz descolorida de aquella tierra sin alturas, que iluminaba a Luc y le hizo fruncir el ceño una o dos veces cuando el sol se destapó y rebotó de la superficie de caoba pulimentada a aquellos ojos suyos achinados, francamente nada románticos. No comprendía cómo no se daba cuenta de mis sentimientos, que parecían rebotar a tontas y a locas por toda la habitación, sin osar converger sobre su objeto.
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