Fragmento extraído de la novela
El cordero carnívoro
de Agustín Gómez Arcos
En sus ojos brillaba el fulgor inquietante, y con los labios crispados y los dientes apretados, parecía un animal salvaje. Se le subía la sangre a la cabeza al ver el cardenal, inflingido en mi nalga por la mano de otro. Porque yo no salía siempre ileso de nuestros retozos. Un calor salvaje me quemó de pronto la carne, y m enorgullecí de haber provocado el moratón, gracias al cual se reveló la fuerte pasión de mi hermano. Pasión hacia mí. La piel se volvió traslúcida, mostrando a Antonio mi impúber fragilidad. La crispación que se había apoderado de todo su ser lo convertía de pronto en hombre. Como si los músculos le fueran a estallar bajo la piel. Sólo tenía diecisiete años pero era ya casi tan alto y tan fuerte como papá. Yo, pequeño y endeble como mamá me perdía por las noches, en el arco acogedor que formaban su vientre y sus muslos. Aquella noche mi hermano estuvo tenso. El sueño no lo venció. Sus ojos permanecieron abierto, como dos peligrosos agujeros, en la oscuridad del cuarto. Me acurruqué contra él, e intenté las más atrevidas mañas para excitarlo, pero sin inflingirme la afrenta de un rechazo, su sexo permaneció fláccido. Posé mis labios sobre los suyos con la audacia de un animalillo sediento, pero su lengua no reaccionó, árida como un pedregal. Me miraba fijamente a los ojo, pero sólo veía la forma monstruosa, multiplicada por mil, del pequeño hematoma azuloso. Al final, algo decepcionado, le puse el brazo alrededor de mi cuello, me dormí y, como siempre, mis rizos le cosquillearon la barbilla. En nuestro ritual nocturno siempre había sonrisas y forcejeos. Y por supuesto, todo lo demás…
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