Fragmento extraído de la novela
El sol de la decadencia
de Luís Antonio de Villena
Muchos prefieren a los muchachos delgados, con el pelo revuelto y una sensación de desorden. El adolescente en estado puro, aunque hubiera pasado (poco) de los veinte años. Chicos con aire rebelde, vicioso, quizá, y que apenas habían hecho ejercicio, si no era nadar en los muelles. Otros, a los muchachos macizos, de cara sana y culo apretado en lo abundante. Los primeros con el pelo en el sexo y las axilas; estos además en las piernas, en las nalgas suaves y en el medallón del pecho. Rudamente masculinos, con la mirada inocente, Aquellos preferirían al deportista, que cuadraba los pectorales y los muslos, con pesas y gimnasia. Pequeña barba o pequeño bigote. A veces se amaba la belleza lineal, el canon de las estatuas, que no es un invento de los escultores. Pero la belleza excesiva puede dejar frío, y entonces se prefiere la carne que tiene la brutal opulencia mesurada de la juventud. El fluvial olor del macho en verano, cuando el muchacho se esfuerza contra la bendita satiriasis… Las piernas duras y la lengua húmeda y azucarada, como lo más íntimo. Chicos fuertes o delicados, peludos o imberbes, oscuros o delineados como una insinuante onda de flauta. Jóvenes siempre (raramente sobrepasaban los veintiséis años) porque la juventud es el tesoro, que se puede adornar de valore distintos. Pollas largas y estrechas o anchas y cortas. El glande como flor que revienta o como lanza que se afila y busca…
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