21.12.09

CONFESIONES



Fragmento extraído de la novela
La estrella de la guarda de Alan Hollinghurst

Cherif me esperaba ya en el bar, apoyado en la barra del fondo, borracho y abatido después de un par de hora de fútbol televisado. En la pantalla, sobre su cabeza, unos sabelotodos en chándal banco analizaban el partido, y Cherif dio un puñetazos a cámara lenta cuando repitieron el gol decisivo del primer tiempo. Tardó un poco en poder concentrarse en mi presencia, y en aceptar el insólito fervor de mis besos y abrazos. Pedí unas cervezas y me quedé de pie detrás de él, que seguía la entrevistaron el entrenador del equipo ganador, y le apreté fuerte contra mí, con la cabeza apoyada sobre su hombro. Olfateé la modorra, hecha de cerveza y de humo, y le metí la mano por debajo del cinturón, para tocarle los primeros pelillos por encima de la polla, lo que cuando teníamos diez o doce años llamábamos “el bosque” boquiabiertos como los niños del cuento del flautista de Hamelin. Y estos sobeteos de ahora, a mis treinta y tres años, tenían aún la frescura y la emoción violenta de aquellas primeras exploraciones prohibidas, del primer gesto maravillado de entrega… En su bolsillo izquierdo mi mano le palpaba el rabo a través de la basta tela, con delicadeza para evitar que se dieran cuenta los otros, hasta que él se revolvió y me rechazó jadeante. Ahora que habíamos llegado al punto decisivo, no sabía cómo hacerle mi confesión. Le conduje a una mesa apartada, aunque noté que de vez en cuando lanzaba una ojeada distraída al televisor, cuya visión, por mi posición, le impedía en parte. No comprendía el motivo de aquel cambio de lugar, pero yo estaba tan completamente absorto en mi secreto y en el aplauso que recibiría, que no me había percatado del tono imperativo de mi voz. “Cherif, escucha” le dije: “Estoy enamorado”

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