Fragmento extraído de la novela
El ejército de salvación de Abdalá Taia
Me parecía normal sentir aquella clase de deseo por todo lo que se relacionaba con Abdelkebir. Y es algo que, en mi mente, ha sido normal. Si se trataba de mi hermano, yo no me prohibía nada. Todo era natural. Abdelkebir medio tanta felicidad que ahora me hace llorar. Lloro por haber tenido como un hermano como él, que estaba ahí para nosotros, para mí. En nuestra casa no había cuarto de baño y sólo un retrete. a Abdelkebir degustaba lavarse la cabeza tres veces a la semana. Yo le ayudaba siempre: vertía despacio agua caliente encima de su cabeza inclinada sobre el fregadero de la cocina. Si ahora me encantan las nucas, se debe a que observé durante mucho tiempo la de mi hermano, fina y suave. A menudo sentía un impulso de inclinarme un poco más y abrazarlo con ternura. Me daban ganas de tender mi mano hacia su nuca y acariciarla, de hacerle cosquillas con cuidado y oír la risa de Abdelkebir. Meter los dedos entre su pelo, jugar, tirar, dibujar, rascar, soñar… Tenía ganas de hacer tantas cosas cuando estaba con Abdelkebir. No me controlaba. Y no me esquivaba. Le sacaba el pelo y luego, fascinado, miraba cómo se lo peinaba con frenesí, con energía. Me quedaba admirado ante aquella mezcla exquisita de coquetería y virilidad. Todo, todo, todo en mi hermano me complacía y me inspiraba.
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