Fragmento extraído y traducido
de la novela Sin cobertura de Dolors García
Extendimos las toallas en un rincón de la hierba, envueltos de familias con criaturas gritando y de un grupo de niñas más pequeñas que nosotros, que no paraban desaplicar expresamente para provocarnos. Cuando vieron que ni las mirábamos, se fueron a molestar a otro lado. Deben de ser aquellos. Escuché que decía una a otra, riendo como una tonta. ¿Quieres decir maricas? contestó la otra sin bajar nada la voz. Sendal también lo había oído, pero no dijo nada. Pasamos dos horas inmersos en aquel silencio que me confortaba tanto. Nos metimos in par de veces en el agua y fuimos a buscar Coca-cola y bolsas de patatas fritas. Yo me sentía tranquilo, pero adivinaba que aquel día no sería como los otros. De vez en cuando, miraba a Sendal, y desde muy adentro me subía un trago de ternura que incluso me llegó a humedecer los ojos. Pero disimulé tanto como pude. Acostado tripa abajo con el sol calentándome la espalda, con la cabeza tumbada hacia mi amigo, recordaba retales de nuestra vida. Los proyectos en común, los largos ratos de silencio, las conversaciones interminable cuando arrancábamos, la complicidad en tantas y tantas cosas que nos unían, pero también se me hizo presente que, por primera ve, lo había visto de otra manera. Fue un hecho que me conmovió mucho y me espantó. Mientras esto pensaba aquella mañana de domingo tumbado a su lado en el césped de las piscinas municipales. En todo aquellos años no me había dada ninguna pista de nada. Pero yo había continuado a su lado, haciendo planes con él, ahogando mis sentimientos cada vez que sentía que se disparaban e intentaba poner orden en un lío de emociones que me perseguía a toda hora. Aquella mañana de domingo, yo ya estaba seguro de lo que sentía. Pero necesitaba más que nunca hablar con Sendal necesitaba saber qué teníamos qué hacer, fuera lo que fuese. Cuando abrió los ojos, encontró los míos clavados en su cara, a un palmo de distancia. Sonrió. – ¿Quieres venir a comer a casa? me preguntó. No hay nadie y mi madre me ha dejado pollo asado para que lo caliente. Podríamos preparar una ensalada, también. Nos vestimos y reímos de las caras tan rojas que teníamos. Parecíamos dos gambas. Somos tan blancos que el sol enseguida nos coge. No habíamos pensado en ponernos ninguna protección y llegamos a casa de Sendal con la cara y la espalda que nos escocía. Creo que, en algún lugar, hay una loción de esas para después del sol, dijo, rebuscando en un armario pequeño del lavabo y sacando una botellita blanca. Se quitó la camiseta y me pidió que le pusiera. Después él me la puso a mí. Cerré los ojos bien fuerte mientras sus manos me recorrían la espalda poco a poco, con una pequeña presión. Me pasó por la cabeza que hubiera querido hacer eterno aquel momento. No me importaba nada pensar que aquellas cosas tan idiotas.
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