Fragmento extraído de la novela
El ejército de salvación de Abdalá Taia
Tengo un hermano mayor. Lleva bigote, un hermoso bigote negro y fino que le da un aire de persona importante, que le hace parecer guapo. Tengo un hermano, y cuando era pequeño, a veces veíamos juntos la televisión en su cuarto; me metía con él en su camastro para que no pasara frío. Bajo la misma manta, nos pasábamos las horas pegados el uno al otro. El uno dentro del otro. He olvidado las imágenes que desfilaban por la pantalla de la tele. Sin embargo, llevo siempre en el corazón la sensación deliciosa que mi pequeño cuerpo experimentaba en contacto con el suyo, grande y fuerte. Yo conocía su olor. Conocía la piel de su cara, de sus orejas, de sus manos. Conocía las pequeñas arrugas que tenía en torno a sus ojos. Conocía su forma de respirar. Conocía su silencio. En su ausencia, yo entraba por la ventana en su habitación cerrada con llave y me quedaba allí sentado durante horas, o bien tumbado en un estado de suspensión, mirando lo que había en le cuarto. Libros, libros y discos. El camastro: el nuestro. El escritorio, hermoso, pero un poco bajo. La cadena hi-fi. Me sumergía en el fuerte olor de Abdelkebir, en su olor de hombre: me encantaba, me repanchigaba dentro de él, lo mezclaba con mi propio olor y lo inspiraba profundamente. Como un cachorrillo, necesitaba a mi hermano mayor para jugar con él, para dormir recostado contra él y, a veces, lamerlo. Bajo la biblioteca, mi hermano escondía algunos slips que desprendían un olor muy particular y tenía por dentro manchas blancas. Me llevó tiempo comprenderlo. Era su esperma. Conocía incluso el esperma de mi hermano. Lo tocaba, lo estudiaba, lo olisqueaba. Una vez intenté incluso comérmelo. Aquel esperma provenía de él. Era él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario