13.9.09

CUESTION DE PREFERENCIAS



Fragmento extraído de la novela
De incógnito de Matthew Rettenmund



Había un toque de aventura en el hecho de confiar en un desconocido, de ligármelo en un club donde todo el mundo podía ver lo que estabas a punto de hacer, de ir a su casa ( que podía albergar todo un arsenal de armas, una cámara de tortura, una motosierra cuidadosamente escondida o tal vez un simple paquete de condones y un tubo de vaselina) e intercambiar pajas, mamadas, corridas en la cara, sexo digital, polvos salvajes… Oh Dios. Hacer todo aquello sin sentir una pizca de afecto por la otra persona siempre sentaba de puta madre. El sida siempre había sido una cuestión que tener en cuenta: para cuando perdí la virginidad a los diecinueve, el sida ya aparecía en todos los titulares de los periódicos. Nunca he practicado el sexo sin sentir algún grado de paranoia. Cierta hipocondría sí, pero nunca experimenté ningún sentimiento de culpabilidad con respecto al sexo. Me educaron dentro de la fe protestante. Dejando a un lado los placeres adrenalíticos, lo cierto es que prefería esperar aun hombre que fuese un poquitín más sustancial que Stanley, el musculitos de culo complaciente, o que ese tío bueno estilo Corey Hart con un mecanismo de embestidas completamente salvaje y un control absoluto del orgasmo. Yo quería sexo del bueno, lo necesitaba al menos una vez cada seis meses, pero mi meta era la estabilidad en pareja. Warren había participado en varias de esas orgías en las que todos se la maman a todos, había asistido a fiestas sadomasoquistas (decía que disfrutaba con la violencia controlada) y había ido a numerosos cuartos traseros sin hacer motivo de vergüenza. “No es más que sexo” alegaba siempre, y lo decía en serio.

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