Fragmento extraído de la novela
Los ángeles caídos de Eric Jourdan
El verano había quemado la hierba, que se extendía, como dorados y enloquecidos cabellos, sobre los espacios que había entre los árboles. Con los ojos entrecerrados, el paisaje parecía desmesurado. Gerard estaba durmiendo, con las piernas abiertas y una mata de hierba jabonera rozando sus rodillas. La camisa medio desabrochada parecía una ola blanca rompiendo contra su pecho de color miel; mis ojos estaban fijos en la abertura del cuello y en los músculos de la garganta, cuya fuerza acentuaba la suavidad de las sombras en el hombro. De su rostro sólo conseguía ver la mejilla; su pelo se enredaba con algunos tallos de hierba seca, y algunos mechones le caían sobre la frente, en la cavidad de la sien, una vena gruesa, hinchada por el calor, provocaba en el pómulo el brillo confuso de la sangre y dotaba a aquel joven dormido de una voluptuosidad más violenta que la arrogancia de sus rasgos cuando estaba de pie a pleno sol. Me habría gustado detener el día, conservar para siempre ese instante huidizo del rostro de Gerard durmiendo junto a mis rodillas, pero cada segundo me recordaba el cruel desmentido del pasado con mi respiración, el tono más verde de los árboles y el silencio más solemne del agua. La belleza de Gerard era peligrosa, y eso, incluso cuando estaba dormitando, podía adivinarse gracias al calcetín que se había deslizado hasta su tobillo y que dejaba al descubierto su tersa pierna de escalador.
Los ángeles caídos de Eric Jourdan
El verano había quemado la hierba, que se extendía, como dorados y enloquecidos cabellos, sobre los espacios que había entre los árboles. Con los ojos entrecerrados, el paisaje parecía desmesurado. Gerard estaba durmiendo, con las piernas abiertas y una mata de hierba jabonera rozando sus rodillas. La camisa medio desabrochada parecía una ola blanca rompiendo contra su pecho de color miel; mis ojos estaban fijos en la abertura del cuello y en los músculos de la garganta, cuya fuerza acentuaba la suavidad de las sombras en el hombro. De su rostro sólo conseguía ver la mejilla; su pelo se enredaba con algunos tallos de hierba seca, y algunos mechones le caían sobre la frente, en la cavidad de la sien, una vena gruesa, hinchada por el calor, provocaba en el pómulo el brillo confuso de la sangre y dotaba a aquel joven dormido de una voluptuosidad más violenta que la arrogancia de sus rasgos cuando estaba de pie a pleno sol. Me habría gustado detener el día, conservar para siempre ese instante huidizo del rostro de Gerard durmiendo junto a mis rodillas, pero cada segundo me recordaba el cruel desmentido del pasado con mi respiración, el tono más verde de los árboles y el silencio más solemne del agua. La belleza de Gerard era peligrosa, y eso, incluso cuando estaba dormitando, podía adivinarse gracias al calcetín que se había deslizado hasta su tobillo y que dejaba al descubierto su tersa pierna de escalador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario