Fragmento extraído del libro
Loco afán de Pedro Lemebel
Las carrozas de la plaza fingen eternidad, estacionados en el mismo banco cuando llega la primavera. Entonces cambian la piel, y felices de haber pasado agosto, reciben el calorcillo vistiendo guayabera y zapatos blancos. Casi pololas, aligeran el trote al compás del orfeón que retumba en la pérgola azulada de los nomeolvides.. Casi tímidas ocultan la mirada lujuriosa tras gafas oscuras. Perfumadas, oliendo a jabones y polvos de ciruela, se pasean tomando un helado de barquillo. Tratando de seducir chicos con el lengüeteo baboso que sorbe el ice cream. ¿Un helado, chiquillos? preguntan a los estudiantes, que enrojecen imaginando la felatio nevada de esa trompa hirviendo. Pareciera que las tías protegidas por sus refajos de lana fueran inmunes a la sombra sidática. Sus cuerpos fofos de nalgas colgantes, sus piernas flacas, agarrotadas de varices moradas, están lejos de ser un atractivo para los jóvenes que sueñan con coitar con sus pares de muslos duros y cola prominente. Quizás ese reflejo narciso las salva. La negación del cuerpo selecto para el consumo sexual, que promueve la empresa meter pan, las aísla del riesgo, las hace conformarse con la felatio de cinco mil pesos, más barato, más segura, y quitándose la placa de dientes, la hacen su mamante especialidad. Como si en la libación se fugaran contra de tiempo, rejuvenecieran de regreso a la cuna, hambrientas y lactantes para aflorar sus encías huecas con el dulce néctar de la juventud. El peligro es mínimo, y la pasión succionante adormece al joven que disuelve su ocio en ese absorber. Las tías longevas se ríen de los condones de colores, ellas no practican la penetración, no porque les desagrade. Argumentan que es una lata desnudarse con este frío, y mostrar su escultural cuerpo que se negó al ojo de Visconti, que es tan delicado como una lágrima de hielo que al mirarlo se derrite. El condón para las madrinas de ayer, es como una servilleta bordada que se guarda en alcanfor, que se usa en ocasiones especiales para servirse una delicatessen, un postre de abuelas que se come rara vez. Así, fuera un presente de cumpleaños, envuelto y encintado por el rito cariñoso de la precaución. Después, pasado le festín, retirado el preservativo, lo lavan y lo tienden a secar junto a su ropa interior pasada de moda. Lo perfuman y lo guardan para una próxima vez .
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