Caminaba por la ciudad, siempre prolongado hacia delante de mi cámara de vídeo, con los músculos de la espalda. El corazón me latía a ciento seis pulsaciones por minuto. De vuelta a casa, continuaba tomando cocaína. Las seis de la mañana, cerraba los pestiños y la cortina de la cocina para no ver la luz de la mañana. Ya me costaba soportarla. Me culpabilizaba. Para encontrar el sueño, primero tenía que gozar. Descargar dentro del eslip, dentro de la bragueta de los tejanos o sobre el vientre imberbe. El mismo color blanco y gris que asediaba las ventanas. El día estaba a puntote descargar encima de los cristales; el esperma del alaba vertería por las fachadas, hasta los pies del edificio. No pensaba en las grandes fieras, de patas largas; mi bestias salvajes son pequeñas, sólidas, musculosas, apoyadas en una pared, con una pierna recogida, el pie contra el asfalto, la cabeza un poco tumbada, ligeramente inclinada hacia abajo, fija, la mirada hacia delante. Las chicas, más escasas, se movían. Se alejan de mí, quedan inmovilizadas en su huída, giran la cabeza, y la mirada queda presa a través de los rizos de su cabello que aún se mueven. La violencia de las bestias salvajes contenida, ondulada, retorcida, cerrada en sí misma. Es su crinera, allí donde se puede acercarla mejilla, allá donde también se adivina la fuerza.
13.5.09
LAS BESTIAS SALVAJES
Caminaba por la ciudad, siempre prolongado hacia delante de mi cámara de vídeo, con los músculos de la espalda. El corazón me latía a ciento seis pulsaciones por minuto. De vuelta a casa, continuaba tomando cocaína. Las seis de la mañana, cerraba los pestiños y la cortina de la cocina para no ver la luz de la mañana. Ya me costaba soportarla. Me culpabilizaba. Para encontrar el sueño, primero tenía que gozar. Descargar dentro del eslip, dentro de la bragueta de los tejanos o sobre el vientre imberbe. El mismo color blanco y gris que asediaba las ventanas. El día estaba a puntote descargar encima de los cristales; el esperma del alaba vertería por las fachadas, hasta los pies del edificio. No pensaba en las grandes fieras, de patas largas; mi bestias salvajes son pequeñas, sólidas, musculosas, apoyadas en una pared, con una pierna recogida, el pie contra el asfalto, la cabeza un poco tumbada, ligeramente inclinada hacia abajo, fija, la mirada hacia delante. Las chicas, más escasas, se movían. Se alejan de mí, quedan inmovilizadas en su huída, giran la cabeza, y la mirada queda presa a través de los rizos de su cabello que aún se mueven. La violencia de las bestias salvajes contenida, ondulada, retorcida, cerrada en sí misma. Es su crinera, allí donde se puede acercarla mejilla, allá donde también se adivina la fuerza.
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