Fragmento extraído y traducido
de la novela Tallats de lluna de Mª Antonia Oliver
Kevin era un chico bellísimo. Bellísima, habría que decir. Era como una virgen de Fray Angélico, o mejor dicho, como el hermafrodita de mirada turbia de Muerte en Venecia, de Visconti. Los ojos de un azul claro que no miran a ninguna parte, una media melena blanquecina, una pequeña boca besucona, una actitud dulce y al mismo tiempo cruel, u cuerpo pequeño y rosado, unas piernas y unos muslos largos y delgados, unas caderas en forma de jarra, unas nalgas redondas y respingonas y, en medio de todo eso, unos atributos pletóricos- como dice un amigo mío escritor- que no parecían de aquel cuerpo. Sólo tenía diecisiete años y yo ya tenía veintitrés. Justo aquel año que había acabado la carrera. Justo antes de irme a Ceuta. A él le gustaban los hombres grandes y hechos, maduros, de los que pierden el sentido por los jovencitos como él; yo era el más joven y fue él quien me hizo perder el poco juicio que tenía yo. A mí me gustaban los hombres y por él, por su pájaro volantinero, perdí la razón durante dos meses.
Durante dos meses hice lo que él quiso. Me hizo que conociera todos los lugares donde los gays podían ir y hacer lo que quisieran. Entonces no había tantos como ahora. de lugares, que de maricas, sí que había, pero no se veían tantos. Entonces era todo mucho más… No sé más cutre. Entonces la sociedad todavía no nos aceptaba. Entonces ser marica significa ser marginal. Y yo me borré. Era tan marginal, yo, entonces, que incluso me gustaba serlo; me gustaba tener que ir siempre alerta, me gustaba tener que esconderme. Y se me ponía los pelos de punta conocer aquellos bares, aquellas saunas, aquellas trastiendas donde todo está permitido, donde estaban bien mezcladas las maricas, las locas, los transexuales, las reinas, las nenazas, los transvertidos, las sarasa, las monas, los homosexuales, los gays, las maris, las maricas y los maricones, los chulos, y los chaperos bien mezclados, aquí aquellos se morreaban, allí otros que ligaban, allá unos que hacían el amor, otros que iban disfrazados de machos, otros que se vestían de mujeres, gays de todos los colores y razas; y señores bien vestidos al lado de un chaval en camiseta, una señora estupenda con un oficinista de gafas de miope, un grupo de hombres que discutían, un hombre solo que bebía, aquí un chaval que veía revistas pornográficas, otro que hacía propaganda de un club gay clandestino recién abierto, delante de una chica con los pechos de silicona y unas bragas estrechas que le marcaban un paquete considerable. El ambiente, vaya. Entré al ambiente cogido del brazo del Kevin. Iba con él a saunas ocultas, a hacer bíceps en un gimnasio, a ligar en este sexshop, y veía que los que eran como yo se encontraban a gusto, pero yo no. Yo no. Y me miraba a veces con gusto, a veces con asco. Los cuerpos musculosos, fantásticos, los culos tan bien hechos y tan oleosos de las revistas que me traía, y me maravillaba de ver aquellas vergas tan erectas, aquellas posturas malabares tan imposibles. Y fue entonces cuando sentí lo que siento ahora. Ni me conocía ni me reconocí. Porque a mí no me gustan las cosas que les gustan a los que eran como yo. Los bares parecían refugios, las saunas parecían madrigueras, las tiendas eran antros, las revistas mostraban irrealidades, y no obstante eso, a ellos les gustaba porque allí eran libres.
de la novela Tallats de lluna de Mª Antonia Oliver
Kevin era un chico bellísimo. Bellísima, habría que decir. Era como una virgen de Fray Angélico, o mejor dicho, como el hermafrodita de mirada turbia de Muerte en Venecia, de Visconti. Los ojos de un azul claro que no miran a ninguna parte, una media melena blanquecina, una pequeña boca besucona, una actitud dulce y al mismo tiempo cruel, u cuerpo pequeño y rosado, unas piernas y unos muslos largos y delgados, unas caderas en forma de jarra, unas nalgas redondas y respingonas y, en medio de todo eso, unos atributos pletóricos- como dice un amigo mío escritor- que no parecían de aquel cuerpo. Sólo tenía diecisiete años y yo ya tenía veintitrés. Justo aquel año que había acabado la carrera. Justo antes de irme a Ceuta. A él le gustaban los hombres grandes y hechos, maduros, de los que pierden el sentido por los jovencitos como él; yo era el más joven y fue él quien me hizo perder el poco juicio que tenía yo. A mí me gustaban los hombres y por él, por su pájaro volantinero, perdí la razón durante dos meses.
Durante dos meses hice lo que él quiso. Me hizo que conociera todos los lugares donde los gays podían ir y hacer lo que quisieran. Entonces no había tantos como ahora. de lugares, que de maricas, sí que había, pero no se veían tantos. Entonces era todo mucho más… No sé más cutre. Entonces la sociedad todavía no nos aceptaba. Entonces ser marica significa ser marginal. Y yo me borré. Era tan marginal, yo, entonces, que incluso me gustaba serlo; me gustaba tener que ir siempre alerta, me gustaba tener que esconderme. Y se me ponía los pelos de punta conocer aquellos bares, aquellas saunas, aquellas trastiendas donde todo está permitido, donde estaban bien mezcladas las maricas, las locas, los transexuales, las reinas, las nenazas, los transvertidos, las sarasa, las monas, los homosexuales, los gays, las maris, las maricas y los maricones, los chulos, y los chaperos bien mezclados, aquí aquellos se morreaban, allí otros que ligaban, allá unos que hacían el amor, otros que iban disfrazados de machos, otros que se vestían de mujeres, gays de todos los colores y razas; y señores bien vestidos al lado de un chaval en camiseta, una señora estupenda con un oficinista de gafas de miope, un grupo de hombres que discutían, un hombre solo que bebía, aquí un chaval que veía revistas pornográficas, otro que hacía propaganda de un club gay clandestino recién abierto, delante de una chica con los pechos de silicona y unas bragas estrechas que le marcaban un paquete considerable. El ambiente, vaya. Entré al ambiente cogido del brazo del Kevin. Iba con él a saunas ocultas, a hacer bíceps en un gimnasio, a ligar en este sexshop, y veía que los que eran como yo se encontraban a gusto, pero yo no. Yo no. Y me miraba a veces con gusto, a veces con asco. Los cuerpos musculosos, fantásticos, los culos tan bien hechos y tan oleosos de las revistas que me traía, y me maravillaba de ver aquellas vergas tan erectas, aquellas posturas malabares tan imposibles. Y fue entonces cuando sentí lo que siento ahora. Ni me conocía ni me reconocí. Porque a mí no me gustan las cosas que les gustan a los que eran como yo. Los bares parecían refugios, las saunas parecían madrigueras, las tiendas eran antros, las revistas mostraban irrealidades, y no obstante eso, a ellos les gustaba porque allí eran libres.
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