De cuando en cuando, myrlord, acompañado de alguno de esos ayudantes, que cada día o semana cambiaba prudentemente de nombre, visitaba los alrededores de Londres, dando en almacenes abandonados o en desuso, a medio camino entre la ilegalidad extrafederativa, el respeto a las normas y el anhelo de salir de la pobreza, se preparaban y ejecutaban combates de boxeo, básicamente entre principiantes. Lord Wikefield pagaba a alguno de los jóvenes campeones a los que fotografiaba y con los que frecuentemente terminaba acostándose en pisos o alquilados, siempre en temporadas cortas y siempre con nombres falsos. Chicos de clase baja, fibrados, duros, de aspecto tosco, y a menudo ojos y labios muy tiernos. Así era el muchacho de aquella fotografía. Con el torso desnudo y en calzón de boxeo blanco. El pecho limpio y pétreo, las piernas ágiles y una mirada expeditiva- pero bondadosa- de ángel soldado. Un combatiente en fragor de ternura. El fotógrafo había hecho instalar, detrás del boxeador, la basa también blanca de una columna rota. Un mechón le caía por la frente, como un corzo que salta. U se podría decir que en él las clases bajas adquirían estatus de belleza olímpica. Una entidad intransitiva. Un nuevo orden categórico. Turbador, brutal y exquisito. Los contempladores sabían lo que se elevaba detrás. La insólita presunción de la belleza y bondad de la vida futura, como una posibilidad alcanzable, contra tantas sombrías apariencias.
15.5.09
EL JOVEN BOXEADOR
De cuando en cuando, myrlord, acompañado de alguno de esos ayudantes, que cada día o semana cambiaba prudentemente de nombre, visitaba los alrededores de Londres, dando en almacenes abandonados o en desuso, a medio camino entre la ilegalidad extrafederativa, el respeto a las normas y el anhelo de salir de la pobreza, se preparaban y ejecutaban combates de boxeo, básicamente entre principiantes. Lord Wikefield pagaba a alguno de los jóvenes campeones a los que fotografiaba y con los que frecuentemente terminaba acostándose en pisos o alquilados, siempre en temporadas cortas y siempre con nombres falsos. Chicos de clase baja, fibrados, duros, de aspecto tosco, y a menudo ojos y labios muy tiernos. Así era el muchacho de aquella fotografía. Con el torso desnudo y en calzón de boxeo blanco. El pecho limpio y pétreo, las piernas ágiles y una mirada expeditiva- pero bondadosa- de ángel soldado. Un combatiente en fragor de ternura. El fotógrafo había hecho instalar, detrás del boxeador, la basa también blanca de una columna rota. Un mechón le caía por la frente, como un corzo que salta. U se podría decir que en él las clases bajas adquirían estatus de belleza olímpica. Una entidad intransitiva. Un nuevo orden categórico. Turbador, brutal y exquisito. Los contempladores sabían lo que se elevaba detrás. La insólita presunción de la belleza y bondad de la vida futura, como una posibilidad alcanzable, contra tantas sombrías apariencias.
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