
Fragmento extraído de la novela
Habitaciones separadas de Vicenç Tondelli
Se arrodilla al lado del cuerpo tendido de Thomas. Lo contempla recurriendo primeramente con la mirada sus tobillos aflautado, y después las piernas esbeltas, ceñidas hasta los tejanos. Desciende hasta las piernas, las acaricia, las besa fija su mirada en los pies. Comienza a descalzarlo, primero una zapatilla y después la otra. Le saca los calcetines y sube la cabeza hasta besarle los dedos. Acaricia los pies gruesos y esculturales. Descubre la suavidad de su piel, la sequedad de los dedos la tensión de los tobillos. Besa con la lengua el empeine de cada pie q, que sostiene un poco alzados entre las manos, abierta como una copa. Se acaricia la cara con las extremidades de Thomas, apretando ardientemente este punto de finitud y de separación. Thomas alarga los brazos para tocarlo pero no puede llegar a leo, retorcido como está. Los ojos se le inflan, el ánimo se desborda. Leo levanta lentamente los ojos hasta reencontrar los de Thomas, un poco tímidos y palpitantes. Te quiero, le dice, inclinándose suyo. Te quiero le repite Thomas antes de acogerlos con un gran suspiro de abandono, entre los labios. Se están así durante unos largos minutos, girando por tierra hasta el medio de la habitación. Leo nota cómo los dedos de Thomas, que buscan el contacto con su piel desnuda, le desabrochan la camisa y la lanzan a un lado. Entonces, levanta le pasa un brazo por debajo de la axilas y con el otro lo toma por las piernas. Se acota un momento, toma aire y lo levanta. El corazón le late con más fuerza, hasta tal punto en el que Thomas ha reclinado la cabeza. Se aproxima a la cama y a una decena escasa de pasos, pero que a él le parecen un recorrido eterno, como una madre con un pequeño en los brazos. Se siente cómo Thomas se arquea, cogido de su cuello para intentar aligerar un poco el esfuerzo. Nota la sensación de sus propios músculos, como una tensión en las mandíbulas dentadas, pero no quería privarse de este peso, del placer que los dientes y los labios de Thomas provocaban en su pecho. Cuando estaba cerca de la cama, se daba más prisa. Thomas, ríe, preparándose para dar el salto. Caen con todo el peso encima del edredón y dejan la huella bien marcada, como si hubieran aterrizado encima de una capa blanda de arcilla.
Thomas como si hubiera captado las dilaciones de leso, se contrae, encastando el cuerpo a su compañero. Le coge los brazos y se envuelve el pecho, como si ahora él fuera quien quisiera llevarlo a la espalda. Leo comienza a llorar, Thomas los guía moviendo la pelvis y con la mano. A la vez leo se da cuenta que está dentro. Siente un poco de mal en las ingles y una sensación de compactación que le llega hasta el cerebro. Un escalofrío. Una reconfortante sensación de tibiez, de intimidad. Quería hablar, intentar expresar en palabras todo aquello que siente las gracias por el don de Thomas. Sólo que las palabras se desgarran dentro de su cabeza, saben que están y que tienen un papel esencial en lo que sucede, pero es como si no pudieran fluir en los labios. Giran cada vez deprisa en su cabeza, como las bolas numeradas dentro del bombo de una rifa. Van de un lado a otro, rebotan, resbalan, pero no pueden salir. Y leo, comprende que todo aquello no tiene ningún sentido, el sentido está dentro del cuerpo de Thomas, en la quietud que le ofrece, en el placer de ser escogido, finalmente, en el mundo de otro.
Habitaciones separadas de Vicenç Tondelli
Se arrodilla al lado del cuerpo tendido de Thomas. Lo contempla recurriendo primeramente con la mirada sus tobillos aflautado, y después las piernas esbeltas, ceñidas hasta los tejanos. Desciende hasta las piernas, las acaricia, las besa fija su mirada en los pies. Comienza a descalzarlo, primero una zapatilla y después la otra. Le saca los calcetines y sube la cabeza hasta besarle los dedos. Acaricia los pies gruesos y esculturales. Descubre la suavidad de su piel, la sequedad de los dedos la tensión de los tobillos. Besa con la lengua el empeine de cada pie q, que sostiene un poco alzados entre las manos, abierta como una copa. Se acaricia la cara con las extremidades de Thomas, apretando ardientemente este punto de finitud y de separación. Thomas alarga los brazos para tocarlo pero no puede llegar a leo, retorcido como está. Los ojos se le inflan, el ánimo se desborda. Leo levanta lentamente los ojos hasta reencontrar los de Thomas, un poco tímidos y palpitantes. Te quiero, le dice, inclinándose suyo. Te quiero le repite Thomas antes de acogerlos con un gran suspiro de abandono, entre los labios. Se están así durante unos largos minutos, girando por tierra hasta el medio de la habitación. Leo nota cómo los dedos de Thomas, que buscan el contacto con su piel desnuda, le desabrochan la camisa y la lanzan a un lado. Entonces, levanta le pasa un brazo por debajo de la axilas y con el otro lo toma por las piernas. Se acota un momento, toma aire y lo levanta. El corazón le late con más fuerza, hasta tal punto en el que Thomas ha reclinado la cabeza. Se aproxima a la cama y a una decena escasa de pasos, pero que a él le parecen un recorrido eterno, como una madre con un pequeño en los brazos. Se siente cómo Thomas se arquea, cogido de su cuello para intentar aligerar un poco el esfuerzo. Nota la sensación de sus propios músculos, como una tensión en las mandíbulas dentadas, pero no quería privarse de este peso, del placer que los dientes y los labios de Thomas provocaban en su pecho. Cuando estaba cerca de la cama, se daba más prisa. Thomas, ríe, preparándose para dar el salto. Caen con todo el peso encima del edredón y dejan la huella bien marcada, como si hubieran aterrizado encima de una capa blanda de arcilla.
Thomas como si hubiera captado las dilaciones de leso, se contrae, encastando el cuerpo a su compañero. Le coge los brazos y se envuelve el pecho, como si ahora él fuera quien quisiera llevarlo a la espalda. Leo comienza a llorar, Thomas los guía moviendo la pelvis y con la mano. A la vez leo se da cuenta que está dentro. Siente un poco de mal en las ingles y una sensación de compactación que le llega hasta el cerebro. Un escalofrío. Una reconfortante sensación de tibiez, de intimidad. Quería hablar, intentar expresar en palabras todo aquello que siente las gracias por el don de Thomas. Sólo que las palabras se desgarran dentro de su cabeza, saben que están y que tienen un papel esencial en lo que sucede, pero es como si no pudieran fluir en los labios. Giran cada vez deprisa en su cabeza, como las bolas numeradas dentro del bombo de una rifa. Van de un lado a otro, rebotan, resbalan, pero no pueden salir. Y leo, comprende que todo aquello no tiene ningún sentido, el sentido está dentro del cuerpo de Thomas, en la quietud que le ofrece, en el placer de ser escogido, finalmente, en el mundo de otro.
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