Fragmento extraído de la novela
Más allá del límite de Mike Seabrook
Condujo a Stephen al dormitorio casi antes que hubiese traspasado el umbral de la puerta y fue especialmente atento y gentil con él, prolongándolos al máximo cada pequeño acto de amor y deseo, saboreándolos como si se tratase de la última comida antes de un ayuno. Su propio deseo, azuzado por la desesperación de apurar los últimos instantes, estaba en su punto álgido e hicieron el amor varias veces antes que Graham reunirse todo su coraje y se preparase para darle la noticia al muchacho.
Se incorporó apoyándose sobre el codo, apartó la colcha y miró con admiración y tristeza el cuerpo esbelto y firme de Stephen. Se había familiarizado con cada uno de sus músculos, con el modo en que se movían bajo aquella piel de seda. Recorrió con l apunta del deseo el pecho ancho y sin vello del muchacho, descendió hacia el vientre de un dorado pálido y se dedicó a trazar dibujos por la parte interior de los muslos. Por un momento jugó con su pene, suave y pesado, con el glande brillante que atisbaba a través de las rojas arrugas del prepucio. Entonces recobró la entereza y se concentró en mirar atentamente las facciones regulares del rostro ovalado de Stephen, su piel clara, su enmarañada mata de pelo rubio ceniza y sus grandes ojos grises, que estaban mirándole en aquel momento, llenos de palidez y orlados por los ligeros pliegues de una sonrisa. Acarició sus suaves y aterciopeladas mejillas (Stephen aún podía pasar tres días sin afeitarse y conservar la piel suave como la de un niño) su boca ancha y expresiva. Probablemente, nunca más vería a ve aquel cuerpo desnudo, ni tampoco podría contemplar aquella relajada expresión de deseo saciado en los ojos del muchacho. El mero hecho de pensar en ello le hizo retorcerse de tristeza y autocompasión y dejó escapar un gemido a pesar suyo.
Más allá del límite de Mike Seabrook
Condujo a Stephen al dormitorio casi antes que hubiese traspasado el umbral de la puerta y fue especialmente atento y gentil con él, prolongándolos al máximo cada pequeño acto de amor y deseo, saboreándolos como si se tratase de la última comida antes de un ayuno. Su propio deseo, azuzado por la desesperación de apurar los últimos instantes, estaba en su punto álgido e hicieron el amor varias veces antes que Graham reunirse todo su coraje y se preparase para darle la noticia al muchacho.
Se incorporó apoyándose sobre el codo, apartó la colcha y miró con admiración y tristeza el cuerpo esbelto y firme de Stephen. Se había familiarizado con cada uno de sus músculos, con el modo en que se movían bajo aquella piel de seda. Recorrió con l apunta del deseo el pecho ancho y sin vello del muchacho, descendió hacia el vientre de un dorado pálido y se dedicó a trazar dibujos por la parte interior de los muslos. Por un momento jugó con su pene, suave y pesado, con el glande brillante que atisbaba a través de las rojas arrugas del prepucio. Entonces recobró la entereza y se concentró en mirar atentamente las facciones regulares del rostro ovalado de Stephen, su piel clara, su enmarañada mata de pelo rubio ceniza y sus grandes ojos grises, que estaban mirándole en aquel momento, llenos de palidez y orlados por los ligeros pliegues de una sonrisa. Acarició sus suaves y aterciopeladas mejillas (Stephen aún podía pasar tres días sin afeitarse y conservar la piel suave como la de un niño) su boca ancha y expresiva. Probablemente, nunca más vería a ve aquel cuerpo desnudo, ni tampoco podría contemplar aquella relajada expresión de deseo saciado en los ojos del muchacho. El mero hecho de pensar en ello le hizo retorcerse de tristeza y autocompasión y dejó escapar un gemido a pesar suyo.

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