10.10.11

EL AMOR DEL VERDUGO


EL AMOR DEL VERDUGO
Fragmento extraído de la novela
Pompas fúnebres de Jean Genet



Eric y el verdugo estaban estrechamente abrazados, frente a frente. A Eric se le había roto el eslip. Tenía el pantalón de paño caqui bajado, formándole entre las piernas un grueso amasijo de ropa, para que, entre la niebla, se le aplastara la corteza roja las nalgas de suave pile ambarina, tan admirable de ver como la niebla lecho a cuya materia tenía el mismo oriente que la perla. Al colgarse con ambos brazos del cuello del verdugo, los pies de Eric no tocaban ya la hierba mojada. Lo único que arrastraban eran los pantalones de paño, caídos entre las pantorrillas desnudas y los tobillos. El verdugo, con la cola aún tiesa, metida, entre los muslos apretados de Eric, lo sujetaba y se hundía en el suelo embarrado. Las hermosas rodillas de ambos horadaban la bruma. El verdugo estrechaba al chaval, y a la vez, apoyándose en el árbol, le aplastaba el culo. Eric atraía hacía sí la cabeza del macho, que se percataba de que el chavalillo poseía unos músculos recios y una violencia terrible. En esta postura permanecieron inmóviles unos cuantos segundos, con ambas cabezas fuertemente unidas, mejilla con mejilla, y el primero que se desprendió fue el verdugo, pues había descargado entre los muslos dorados de Eric, que la bruma matutina aterciopelaba. Pese al breve instante que duró, tal postura había bastado para que naciera en el verdugo y su ayudante de esa mañana un sentimiento de ternura simultánea: de Eric por el verdugo, a quien sujetaba por el cuello de una manera tal que no podía ser sino tierna, y del verdugo por el chaval, pues, aun cuando el gesto viniera obligado por la diferencia de estatura de ambos, era tan mimoso que habría deshecho en lágrimas al hombre más duro.




Fragmento extraído de la novela
Pompas fúnebres de Jean Genet



Eric y el verdugo estaban estrechamente abrazados, frente a frente. A Eric se le había roto el eslip. Tenía el pantalón de paño caqui bajado, formándole entre las piernas un grueso amasijo de ropa, para que, entre la niebla, se le aplastara la corteza roja las nalgas de suave pile ambarina, tan admirable de ver como la niebla lecho a cuya materia tenía el mismo oriente que la perla. Al colgarse con ambos brazos del cuello del verdugo, los pies de Eric no tocaban ya la hierba mojada. Lo único que arrastraban eran los pantalones de paño, caídos entre las pantorrillas desnudas y los tobillos. El verdugo, con la cola aún tiesa, metida, entre los muslos apretados de Eric, lo sujetaba y se hundía en el suelo embarrado. Las hermosas rodillas de ambos horadaban la bruma. El verdugo estrechaba al chaval, y a la vez, apoyándose en el árbol, le aplastaba el culo. Eric atraía hacía sí la cabeza del macho, que se percataba de que el chavalillo poseía unos músculos recios y una violencia terrible. En esta postura permanecieron inmóviles unos cuantos segundos, con ambas cabezas fuertemente unidas, mejilla con mejilla, y el primero que se desprendió fue el verdugo, pues había descargado entre los muslos dorados de Eric, que la bruma matutina aterciopelaba. Pese al breve instante que duró, tal postura había bastado para que naciera en el verdugo y su ayudante de esa mañana un sentimiento de ternura simultánea: de Eric por el verdugo, a quien sujetaba por el cuello de una manera tal que no podía ser sino tierna, y del verdugo por el chaval, pues, aun cuando el gesto viniera obligado por la diferencia de estatura de ambos, era tan mimoso que habría deshecho en lágrimas al hombre más duro.



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