7.2.11

PARTITURA FINAL



Fragmento extraído de la novela
Teleny de Óscar Wilde


Saciaba en él mis ojos ávidos, lo cogía, lo besaba y los paseaba con mis labios sobre su piel aterciopelada. Se agitaba como el mío, con sacudidas regulares, mi lengua cosquilleó suavemente su cabeza. Tratando de introducirse entre los pequeños labios que amorosamente abría para dejar escapar alguna gota de rocío que recogía en mis labios. Lamí el glande, chupé. El miembro se movía verticalmente mientras yo trataba de apretarlo con más fuerza entre mis labios, avanzando en cada sacudida hasta tocar mi paladar alcanzó casi mi gaznate, donde le sentí hincharse más. Yo trabaja deprisa deprisa. El se agarró con furia la cabeza con los nervios crispado. Tu boca me quema, me orbes los sesos. No puedo más. Intentaba empujar mi cabeza para que lo dejase, pero yo hacía sino estrechar con más fuerza su falo entre mis labios y mi lengua. Mis movimientos se aceleraban, no tardó un escalofrío en sacudir todo su cuerpo y un chorro de líquido caliente, viscoso y acre llenó mi boca. Cerró los ojos y permaneció inmóvil mientras yo exultaba ante la idea de que era realmente yo quien bebía el elixir de la vida. Durante un instante sus brazos permanecieron cerrados en una convulsión. Luego aflojó su abrazo y se quedó rígido, anonadado por el exceso de placer. Sentí su pene blando salir de su torpeza y apreté contra mi cara, buscando evidentemente mi boca, como un bebé glotón. Apoyé en él mis labios y como un pollo tiende el culo y lanza orgulloso quiriquiquí. Irguió la cabeza y se metió en mi boca. Tan pronto como la tuve dentro se dio una vuelta sobre si mismo y se colocó su boca a la altura de mi apreté media, con la diferencia de que yo estaba de espaldas y el estaba sobre mí empezó por besar mi verga mientras jugueteaba con el sedoso vello, acarició mis nalgas y luego mis testículos con un dedo ligero que me llenaba de una delicia indecible. Nuestros cuerpos no formaban más que una masa estremecida de sensualidad y aunque ambos precipitábamos nuestras convulsione amorosas, la concupiscencia nos embargaba hasta tal punto de que la tensión de nuestros nervios, las glándulas seminales se negaban a cumplir nuestro trabajo. Nuestros meneos eran inútiles. De pronto pedí la razón, el fluido que se negaba a brotar daba vueltas en mis ojos inyectados en sangre y resonaba en mis oídos. Alcancé el súmmum del frenesí erótico, el paroxismo del delirio. Mi Orebro parecía trepanado y mi espina dorsal serrada en dos. Seguía chupándonos sin embargo su falo, cada vez más deprisa, tirando de él como un pezón quería vaciarlo y de pronto sentí palpitar, estremecerse, hincharse. Y las puerta del esperma se abrieron por fin en medio de una lluvia de ardientes fulgores.

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