
Fragmento extraído de la novela
Salvajes mimosas de Dante Bertini
Mientras los demás crecían, se casaban, tenían hijos que a su vez seguían el mismo camino que sus padres, él caminaba durante horas por las mismas calles, las que supuestamente transitaban los demás buscadores. Sus ojos inquietos buceaban en la mirada de los otros, en los gestos de los otros. Una cabeza se giraba, una mano que acariciaba algo dentro del bolsillo del pantalón, una detención inesperada frente a un escaparate carente de interés; a veces el movimiento de otra mano, esta vez tocando la entrepierna. Cuando el encuentro se producía todo podía durar unos pocos minutos: los necesarios para una mínima introducción, el desarrollo del asunto propiamente dicho y el orgasmo final, que ya traía consigo la culpa y el cristiano arrepentimiento. Para no aburrirse, Leandro iba añadiendo nuevas variaciones cada vez más complicadas y peligrosas. Abandonaba los céntricos barrios habituales y se desplazaba al suburbio; se sumergía en los baños públicos de las estaciones de tren; consumía bebidas amargas en bares donde los hombres olían a trabajo duro y lo miraban como lo que era, un ser extraño, un maricón de cuidad bien trajeado, hijo de mamá y seguramente ocioso. Había suficientes razones para que en más de uno nacieran fuertes deseos de romperle el culo, y sin eufemismos, eso era lo que él esperaba que le hicieran. Nunca lo habían excitado las buenas maneras de esos afeminados con olor a perfume caro, previsoras toallitas de papel en los bolsillos y lubricaciones aromáticas. A Leandro le gustaba ver cómo estos sórdidos machos se escupían la mano para luego ensalivarse el miembro e hincárselo por atrás; cómo sonreían con complicidad cuando después de una larga charla y carias cervezas lograba que dos o más de ellos lo acompañaran hasta algún baldío; cómo se desarmaban en el orgasmo diciéndole querido o guacho o hijo de puta, mientras le indicaban la forma exacta en que pretendía que se moviera o el ritmo de succión y los lugares precisos por donde debía transcurrir su lengua. Todos eran iguales: les gustaba acabar en lo más profundo de la garganta y en medio de un corcoveo brutal que la mayoría de las veces producía náuseas y, aunque Leandro trataba de evitarlo, le era difícil desprenderse de la presión de aquellas manos que aferraban su cabeza hasta lastimarle las orejas o lo tironeaban del pelo hasta lograr su cometido. Cuando en más de una ocasión “lo pene-traban por todos lados” como el mismo decía con agridulce ironía, se entregaba a sus suerte relajadamente, rogando que los embates varoniles no coincidieran en su ímpetu y los orgasmos llegaran con intermitencias, pudiendo de esa manera saborear el exceso sin hacer peligrar su integridad física.
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