Fragmento extraído de la novela
Junto al pianista de David Leavitt
Kennington se incorporó con torpeza. Para su vergüenza, tenía una erección. Cerró los ojos, se concentró para hacerla desaparecer, porque no podía aparecer en el escenario de aquel modo. Y sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos por ocupar su mente sólo con el Archiduque, tras sus párpados se materializaba con insistencia una imagen de Paul a gatas, con los calzoncillos alrededor de las rodillas. Tras sus párpados, acariciaba el arqueado trasero, la línea de pálido vello que iba desde la región lumbar hasta la hendidura entre las nalgas. Y Paul le suplicaba, le pedía “Por favor, señor, por favor” Aquello no era de por sí extraño. A Keninngton, por lo menos en sus fantasías, le gustaba que le suplicaran. Le gustaba resistirse antes de satisfacer. Se parecía bastante a las salidas para saludar al público.
Volvieron a besarse. Los dedos de la mano derecha de Joseph dibujaron círculos sobre el pecho de Paul; se colaron entre los botones de su camisa. Tienes una musculatura muy bonita, dijo. Gracias. Déjame verte. Obedientemente, Paul se puso de pie. Se deshizo la corbata. Su estado no era de ausencia de felicidad, ni de ausencia de excitación. Así que se desabrochó el cinturón y miró a Joseph, quien lo contemplaba con urgencia, sintió el deseo subiendo por la garganta. Y en los pantalones. Con los ojos cerrados, se quitó la camiseta por la cabeza, se sentó de nuevo, con los pezones endurecido. Pensó en Thag, en sus manos. Eres un chico guapo, dijo Joseph. Palpó el pecho de Pual como un ciego, mientras sonaba la música.
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