6.2.13

EL PLACER DEL FURHER






Fragmento extraído de la novela
Pompas fúnebres de Jean Genet


Me dejé al aire las viejas nalgas y guié con la mano la verga de Paulo. Tenía confianza en mi fuerza; sin embargo, sentía curiosamente vulnerable esta parte desnuda de mi persona, en aquella habitación. El muchachito de París cumplió valientemente con su trabajo. Al principio le dio miedo hacerle daño al Fürher. Tenía el miembro de acero. La verga era la pieza esencial de toda aquella máquina de tormento que era Paulo. Poseía la perfección de los rodamientos, de las bielas fabricadas con precisión. Era de un metal sólido, sin ningún pelo, indesgastable, pulimentada por el uso y el rigor de su destino: era un martillo y una palanca. Tampoco tenía ternura, ni suavidad, ni el temblor que con frecuencia estremece delicadamente a las más violentas. Paulo se anduvo con cuidado y se untó de mucha saliva en el polla, pero muy pronto se dejó dominar por su función de macho. Se lanzó a fondo. Sintió una gran alegría al notar el espasmo de dicha y al oír la queja feliz de la Señora. El hecho de que le reconocieran la perfección de su trabajo lo volvió orgulloso y más ardiente. Se aferró con los brazos, por debajo de ellos y cerca de los hombros, a los brazos del tomante y se lanzó con mayor fuerza y más fogosidad. El Füher se quejaba bajito. Paulo se alegró de hacer dichoso a semejante hombre. Pensó: “ ¿ Quieres más” y lanzándose: “ Toma ya, cariño” Volvió a levantar las caderas, sin salir del agujero: “ Toma ya francesito” y lanzándose: “ Otro empujoncito.. Qué rico, ¿ te gusta? Pues venga, ¡más! Y acompañaba mentalmente cada vaivén en el círculo de cobre con una fórmula cuyo lirismo venía dictado por la dicha que proporcionaba. Apenas si soltó, una de las veces, una sonrisa sarcástica, que reprimió en el acto, al pensar: “ Y este se lo mete Francia” Hitler, con una mano en su cola y en sus partes mutiladas, notaba cómo se iba exaltando aquel ardor, aunque cada golpe de polla le arrancaba un quejido de dicha. Estaba como soñando. Resultaba bastante difícil precisar el súbito acceso de pudor que desgarró los velos de la ensoñación y del placer.


Temió que un francés experimentara en persona un placer de posesión egoísta y perverso; escurriéndose hábilmente y negándose con los músculos del esfínter a retener la polla, se liberó de Paulo, al que con mano firme, irresistible aún, puso de espaldas,, luego se arrimó a él para chuparle la cola. La limpió con la lengua de todas las partículas de mierda que había al salir. Era su mierda, viva aún, sacada dantes de tiempo de sus órganos. La bellota, sobre todo, y algunos repliegues del prepucio tenían pegados unos cuantos restos. Los limpió con más veneración que respeto. Al recibir tal culto, nunca estuvo la verga más hermosa, estremecida la insolencia, aislada para su deificación, en tanto que, en su propio extremo, Paulo, tímido y sencillo ahora., miraba aquella ceremonia sin curiosidad y se aburría. Al fin, Hitler depositó un beso más devoto en la polla de brutal acero, luego la rodeó con el brazo derecho y se la acurrucó en el hueco de éste, en el pliegue que forma el interior del codo. Ante semejante gesto, cualquiera que no hubiera sido Paulo habría dejado que se le convirtiera la cola en un niño acunado. Él ni se inmutó. El aburrimiento lo impulsaba a huir, pero le mimoso movimiento que hice con la cabeza lo incitó a regresar. Volvió a ser un tío frente a un marica. No se ablandó. No le permitió a su sexo perverso que perdiera nada de su dureza, y yo me quedé como un pobre hombre, como un pobre crío abandonado al que la vida arrastra en una náusea de dicha y tristeza y que se aferra a la verga más sólida del más insolente barco naufragado: la cola luminosa de un muchachito de los Parises.

El calor de la cola secaba en cuestión de segundo toda la saliva del paladar, de la lengua y de los labios, que se quedan pegados, comos e quedan pegadas en invierno, las manos a la cadena helada del pozo, así que el Fürher apoyó en ella la mejilla. Permaneció un instante de tal guisa, feliz, pero algo preocupado porque su fina, su tierna cola apuntaba inútilmente al vacío. Luego fue subiendo, pegado al costado de su amigo, que se volvió un poco de lado, como ya he dicho,. y con las manos hizo brotar de la picha de Paulo un nuevo chaparrón de flores. “Me va a matar” pensó Paulo. Al pensarlo, dejó de estar empalmado, y Hitler quedó estupefacto al ver cómo le miembro magnífico se ablandaba ante sus ojos, disminuía, se derretía, se desplomaba sobre los cojones pardos y peludos. Se quedó sorprendido y humillado. Sus hábiles dedos rebuscaron entre los pliegues de carne fláccida un punto de apoyo sólido, y, con todo mimo, consiguieron devolver su forma cabal y perfecta la sexo adorado. Pero, cuando se hubo hecho con é y lo tuvo bien agarrado, no volvió a soltarlo hasta que no hubo vomitado su lefa…



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