
Fragmento extraído del libro
Cuentos inenarrables de Aldo Coca
Porque ha de saber vuestra reverencia que, así como los jívaros del Amazonas han descubierto la manera de disminuir el tamaño de las cabezas de los cadáveres de sus enemigos, sin que pierdan sus facciones, para conservarlas intactas y reducidas como trofeos en sus chozas, los jiquíes han encontrado el modo de mantener el falo erecto después de la muerte de la persona, de modo que, cuando uno de sus jefes muere, proceden a cortarle sus partes pudendas, a las que luego someten a un tratamiento secreto gracias al cual se conservan sonrosadas como si estuvieran vivas., con el pene erecto. Las colocan en peanas de madera preciosa, que luego disponen en hemiciclo precisamente en el mencionado Templo, donde tienen desde siempre todos los príapos de todos los jefes de la tribu fallecidos. Decenas de falos relucientes, rosados y erectos, se alinean en él, encima de la doble rotundidad de los escrotos turgentes, bajo hornacinas de piedra labrada con esmero; delante de cada falo, lucía día y noche, una lamparilla votiva de aceite, cuya llama, al oscilar contribuye a dar la impresión de que los príapos aún están vivos y latientes.
Como ya he mencionado antes, son los jiquíes gente pacífica que no ataca a las tribus vecinas, salvo las incursiones que efectúan en los territorios de aquéllas con la única finalidad de procurarse prisioneros, los cuales escogen siempre entre los más jóvenes, valientes y apuestos guerreros. Suelen realizar dichas incursiones al atardecer, cuando los hombres de la tribu de los alrededores regresan a sus hogares para disfrutar del merecido reposo. La víctima, una vez capturada, es llevada con gran solemnidad a la aldea jiquí, donde proceden a lavarla y perfumarla para después conducirla a los Establos Sagrados. Llámanse así unas espaciosas y cómodas chozas, fuertemente guardadas por altas empalizadas, erizadas de púas, donde los prisioneros, desnudos, lavados, perfumado alimentados y ordeñados todos los días son encerrados de por vida, como si fueran preciosos animales domésticos de los que extraen dos veces al día el líquido vital.
Una vez el prisionero ingresa en el Establo, el jefe de la tribu, a pesar de que la infeliz victima conoce ya su destino, le hace saber que nada debe temer por lo que respecta s su vida y que ha sido elegido por sus virtudes y su vigor para ser sostén y medicina del pueblo jiqui, el cual se compromete desde aquel momento, a mantenerle, cuidarle y defenderle. le advierte de que, en caso de que se rebele o de que impida la obtención de su jiqui mediante reiteradas prácticas onanistas, será puesto en libertad, pero no sin antes haber sido emasculado. Acto seguido, el jefe de la tribu le impone un collar, que el prisionero tiene la obligación de llevar siempre colgado y en el que están grabado un signo para reconocerlo, y le besa el príapo en señal de paz.
Cada varón de la tribu tiene asignado un número de prisioneros. Todos los varones jiquíes, desde la adolescencia y por un sistema rigurosamente rotatorio, acuden todos los días a los Establos Sagrados, toman los prisioneros que les corresponden y los llevan a una dependencia de los Establos. Allí hay un curioso aparato que consiste en dos robustos palos hincados en el suelo, como a dos varas el uno del otro y rematados por una horquilla de metal, donde encajan otro palo en posición horizontal, en el que se ata con sogas, boca abajo al prisionero, de modo que los genitales pendan naturalmente encima de un gran embudo de oro macizo. la parte más estrecha hállase encajada en un recipiente de plata de una cabida aproximada de un cuartillo, mientras que las más ancha abarca con su circunferencia la ingle los muslos del prisionero, quedando sus bordes a una distancia como de una cuarta de ellos.
Tras colocar al prisionero en esta especie de asador, toma el jiquí de turno un banquillo y, una vez sentado a un costado del aparato, agarra el pene del infeliz con los dedos y, como si fuera el pezón de una vaca, procede a ordeñarlo con sumo cuidado. Cuando el pene ha entrado en erección y los gemidos y los estremecimientos del prisionero dejan presumir que la eyaculación está próxima, dirige la extremidad del mismo hacia el centro del embudo. Una vez el prisionero ha eyaculado y el jiquí ha hecho caer con gran habilidad la última gota de semen en el embudo, se desata a la víctima y se la conduce de nuevo a la choza principal, donde el jiquí de turno toma a otra prisionero con el que repetirá la operación.
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